16/04/2024

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ROBERTO GARCÍA JUSTO.

TÍA MARÍA Y PAPA TINGO.

Fue un matrimonio que admiraban los del pueblo, debido a la actividad que realizaban por lo menos una o dos veces por semana. Su casa estaba construida de jaulilla y un techo entejado daba albergue a esa familia que solo le conocí un hijo, por cierto, muy renombrado en la costa chica de Guerrero. Se llamó Enemésio López Silva, de apodo “La Gallinita” y una hija, Adela. Pero mejor hablemos de los padres.

Había un patio grande enfrente de su vivienda era el sitio donde se ponía un trapiche en el centro, una pila para subirse a un burro “chundo” en noches de juego para los niños de mi edad. Luego dos horcones y un morillo atravesado para asolear la carne y como debe de suponerse, una mesa con bascula para pesar el producto porcino y ser despachado por la ágil mano de tía María.

Una mujer de un metro sesenta centímetros de alto y robusta, con falda larga y blusa blanca bordada con hilo de colores. Su pelo crespo y canoso le daban vida a aquel rostro que resaltaban algunas arrugas, era la tía María Silva. Y como podemos suponer en sus pies descalzos se apreciaban cicatrices producto de los tropezones. Agustín López era el típico costeño, moreno de pelo lacio que platicaba con mucha emoción las aventuras de su juventud. Además de ser hábil matancero, sacrificaba y pelaba al animal con agua hirviendo y lo destazaba.

En la madrugada el grito del “coche” (marrano) lamentando su cruel destino, era la señal de que iba a haber carne saludable. El cazo donde cocía los pedazos de grasoso sustento, despedía un olor apetitoso para el vecindario, la leña ardía y en ese momento los chicharrones a punto de ebullición y la menudencia se antojaba por su exquisita presencia, una ricura el corazón, hígado, tripas, riñones y lonja bien cocidos. La manteca que quedaba abajo era muy demandada. Llegaban las amas de casa con su plato o palangana para surtirse de lo que había a esa hora. Ya que, después la tía preparaba carne enchilada, moronga, longaniza y oreada en el sol para el caldo.

No supe quién había traído la enseñanza para a preparar éste suculento platillo que, la abuela llegaba a comprar un pedazo de carne enchilada y ponerla a cocer en un asador en la orilla del comal. Con una tortilla la sacaba y en la mesa estaba listo el chile con jitomate machucado en molcajete. No quedaban ni rastros, limpiábamos el trastes que contenía los viuches.

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