26/07/2024

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ROBERTO GARCÍA JUSTO.

EL AMOR EN TIEMPOS ANTIGUOS.

Las leyendas son para contarse, ser escuchadas y leídas, porque ahí se descubre como el hombre es contemporáneo de la naturaleza salvaje que engloba las más terribles y destructoras fuerza; que, conforme se fueron extinguiendo, la humanidad se desarrolló de manera milagrosa. Cobijada por una aurora que despuntaba en el horizonte, depositando una estela de belleza en su alma de la comarca.  

Se asegura con justa razón, estar acompañada por la congruencia, del divino arte de la escritura, está considerado como una luz surgida de la luna destellante de luceros que la rodean y la convierte en una deidad cuando el sol se pierde en el silencio de la noche. Esa es la memoria que se plasma en la tradición, que se alimenta con el bramido y la brisa de los huracanes, el aroma de los lirios que se ocultan en los árboles para dar confort al que los descubre.

Cuentan las almas de los muertos que somos hijos de las leyendas y que los dioses se manifestaban convertidos en maíz, lluvia, sol, o maguey. Pasado mucho tiempo, un grupo descubrió el modo de vivir en comunidad y para cumplir con sus aspiraciones, fundaron los pueblos, con chozas, milpas y ganado. Tras las montañas se resguardaban de los peligros causados por animales hambrientos. 

Llegaron más pobladores que se mostraron agresivos, pero no lograron amedrentarlos y se integraron al conglomerado propiciando la unión de dos culturas vivas. Bonitas mujeres surgieron al ritmo del canto de la más tierna palomas. Una de ellas fue Xochiquetzal, una flor de encanto, de belleza resplandeciente que rivalizaba con el cielo lleno de estrellas. Los mozos de la región la admiraban por sus cualidades puras de mujer virtuosa.

Con la gracia que regala la sangre indígena, caminaba rumbo a la llanura con seguridad en sus pasos.  Poniendo cuidadosamente sus pies sobre la vereda, asemejando un vuelo a ras del suelo, va dejando atrás las barrancas que se introducen en el lomerío como profundas heridas donde corre el agua de los arroyos, fresca y cristalina.

A la distancia la esperaba un joven guerrero, fornido, gallardo que portaba escudo, macana y penacho de distintas plumas. Sello del grado conseguido en batallas defendiendo el honor de su pueblo.  Otro mancebo que apareció sin causar ruido, le reclama airado el amor de xochiquétzatl, se aproxima amenazante, dispuesto a disputar el favor de la dama.

Mortales golpes se estrellaron en cuerpo de los dos, eran dos valientes que no admitían tregua en el desafío para obtener la simpatía de la doncella. Sienten la misma pasión y no intentan rehuir a la lid, que se prolonga hasta que la energía se agota, cayendo mortalmente heridos en medio de un silencio como único testigo de aquel trágico desenlace.   

No hubo vencedor ni vencido. Ella, aturdida por la sagrada inocencia que la perturba, con respeto se arrodilló y los mira en el lecho mortuorio. Junta sus manos y suspira profundamente: “los dos merecían mi admiración”. En el sitio surgió una montaña que, con el soplo de los vientos, ruge como reverencia a una tragedia amoroso.   

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