27/07/2024

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ROBERTO GARCÍA JUSTO.

NARRACIONES ANTIGUAS.

El abuelo contaba a sus nietos del maravilloso esplendor del volcán Citlaltepec, hace muchos años, –les decía, que mi memoria no tiene el fértil recuerdo de lo acontecido, sin embargo, guarda algunos pasajes de lo que son sus altas cumbres que atrapan la niebla y la nieve, se asemeja a una enorme flor flotando sobre una copa de algodón aterciopelado. Era como una tarde apacible, propia de una estrella del tamaño de un cocuyo, que brillaba en el amplio firmamento.      

Imperaba una paz que invitaba a disfrutar los cantos del grillo y de las aves que, con pujante armonía, regresaban al nido para recibir las caricias del acogedor lecho. Las águilas de collar, se acurrucaban en la alta cúspide de los acantilados, desde donde recordaban los consejos de su madre que los motivaba para iniciar el vuelo, tal y como lo hizo ella cuando era polluela, para acercarse a la luz de los luceros y llenar de energía su infalible pecho.       

Los habitantes de los alrededores le tienen respeto a la gran montaña que se mueve, además de guardar grandes misterios que no han sido revelados, también sienten temor porque es inaccesible y peligroso caminar por sus laderas cubiertas de una floración extraordinaria. Todo aquel que la ha desafiado con el fin de descifrar el secreto que lo relaciona con el universo, no ha retornado para contar lo que vio más allá de la primera curva que se divisa a lo lejos del camino.   

El anciano fumaba con pausada calma su cigarrillo, para después continuar con el interesante relato. El sol se sintió condenado a enviar inútilmente sus virtuosos rayos que alumbran durante el día. Tomando una inteligente decisión, cogió por esposa a la fértil tierra, que también se hallaba desierta. De esa unión, pasado algún tiempo, nació la aurora y el crepúsculo que dieron belleza a los anocheceres y atardeceres. En plenitud de sus ambiciones surgió el azul marino para cubrir los mares, así como el verde esmeralda de los bosques.

Todos los días el astro rey abrazaba con su candente energía el cuerpo de la madre primorosa, prodigándole cuidados esmerados a tan noble cónyuge. Ella le correspondía para que finalmente dieran vida a una creación de seres vivos que poblaron el planeta. Así nació el hombre y con ello no se desperdiciaban los átomos inmaculados del hacedor que perdurarán hasta el fin del mundo. Allí estaban sus hijos, los más ilustres herederos de la luz y el calor.

En el transcurso del tiempo, surgió el dios de las tormentas, su existencia requirió de una compañera, en virtud de que se encontraba solo y triste, sin que hubiera quien lo sacara de su melancolía. Como creador del universo, el sol se percató de esta incongruencia que no estaba en su manera de pensar. Por lo que, decidió que una primorosa flor a la que puso por nombre Xochiquetzal, le hiciera feliz compañía.

Antes la dotó de virtudes como tomar todas las formas del agua y de los colores. Cuando obtuvo esa invaluable cualidad, recibió el don de cambiar de nombre, de acuerdo a los fenómenos celebrados. Por eso se le conoce como: “gotas de rocío, arco iris, espuma de los mares o de las aguas que vacilan”. Se dice que, en los campos fértiles, los más abundantes en cosecha, están bajo su custodia, pero, con frecuencia se le ve por los mares, los lagos, en los ríos, entre las flores, salpicado su ropaje de rocío y en los volcanes. Durante el verano, los campesinos al labrar la tierra miran al cielo y agradecen las bondades de tan generosa deidad que se distingue por su beldad. (Las maravillas de Altepepan) |   

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