Desde Huatusco
3 minutos de lecturaROBERTO GARCÍA JUSTO.
LA FIESTA DEL PUEBLO.
Ya lo creo, las tradicionales fiestas de Santa Cecilia, patrona ad honórem de Huatusco, fueron grandes en el año feliz de 1867, celebrándose en todo el curso del año. Con ellas se festejaba entonces, a la par que la glorificación de la Santa de los artistas, el triunfo de los esfuerzos del pueblo mexicano, sobre la inicua intervención napoleónica y el efímero imperio de un ilustre visionario, que nació como rey, vivió como proscripto y murió como criminal: El Emperador Fernando Maximiliano de Habsburgo.
Hubo corrida de toros encabezada por diestros orizabeños vistiendo trajes de luces, espectáculo que nada más se había visto en la Villa una vez, durante los famosos tiempos de la mujer de pepe Vázquez. Se realizaron carrera de caballos árabes, de las crías que en su huida abandonaron los franceses. También se organizaron pelea de gallos finos, traídos a para ese fin, de la Costa jocunda y risueña. Ahí se jugaron apuestas relativamente fabulosas y también se llevó a cabo un hecho sin precedente en los anales de este lugar, funciones de arte dramático desempeñada por cómicos españoles que entretenían al público graciosa y amablemente con la gracia de Dios y las gracias de Gedeón.
Pero nada entusiasmaba tanto a los salvajillos escolapios de por aquellos días, como las danzas populares de los indígenas y, principalmente el hecho de conseguir, aun cuando solo fuera por un par de minutos, la inmensa satisfacción de tocar el teponaxtli. Describiré ligeramente este raro instrumento. El teponaxtli de Huatusco, no era como los que usan todavía en los pueblos de indígenas de la mesa central. Estos afectan la forma de un enorme tambor colocado sobre el suelo en posición vertical, con un solo parche en la base superior.
Ya que este era y es, pues aún existe, aunque bastante deteriorado, un cilindro hueco de obscura madera, perfectamente cerrado por ambas bases y, al parecer, construido de una sola pieza. En el centro de su sección longitudinal, tenía varias ranuras que daban forma a dos lenguetas con un olote o un trocito de sauco, producían vibrantes sonidos semejantes a los timbales, la quinta o la tónica. Pero comparado en intensidad, nada más porque en cuanto a dulzura el teponaxtle no le pedía favor a un arpa eólica, según el decir de sus apasionados inventores.
“Aquel día, la víspera de Santa Cecilia del año 1867, nos habíamos reunido los chiquillos en el cerrito de la plazuela, rodeando al teponaxtli, que se encontraba semi afónico y bastante estropeado. Con nosotros estaba también allí, el mayordomo de la cofradía, tres o cuatro cófrades y un sacristán jorobadito, que se había criado entre el humo del incienso, el chisporroteo de los cirios y las abluciones del agua bendita.”
Por hoy, hasta aquí llegamos con esta narración que nos hereda el profesor Ismael Sehara Pérez, con la firme intención de continuar en las próximas columnas cortas dedicadas a la gente que aspira conocer su pasado.