Desde Huatusco
3 minutos de lecturaROBERTO GARCÍA JUSTO.
LA LAGUNA DE OVIEDO.
Muy cerca de esta Ciudad, más preciso, a un costado del libramiento, en donde entronca la carretera que conduce a la comunidad Elotepec, se localizaba la Laguna de Oviedo. El nombre lo decía todo, se encontraba en una propiedad privada cuyo dueño era don Pedro Oviedo. Abarcaba un área de aproximadamente dos o tres hectáreas, que se extendía por una planicie tan atractiva que permitía verla desde cualquier punto.
En época de lluvia escurría el cristalino líquido proveniente del cerro del Acatepec y sus protuberancias que lo hacen ver abrupto y enigmático. Se juntaba una gran cantidad de agua que, se antojaba nadar cuando el calor era agobiante. Los jóvenes de aquellos años se unían en grupos para aventurarse por esa atractiva charca que presumía una profundidad de cuatro metros en el centro y en las orillas era menos y representaba seguridad para niños que también se incorporaban al bullicio.
Los conocedores del lugar decían que, en el corazón de la inmensa masa acuífera, se formaba un remolino que con increíble fuerza jalaba a los que se atrevían a cruzar por su entorno. Y de esa manera se extendió el rumor de que estaba encantada. Y por ese motivo los que se lanzaba desafiándola, se quedaban en el fondo y desaparecían sin que nadie pudiera sacarlos. Se hablaba de muchos que perdieron la vida en busca de la fama que significaba atravesarla de lado a lado.
Se documenta que un diecisiete de septiembre de mil novecientos sesenta y nueve, la comunidad de la región cafetalera se conmovió con la noticia de que un estudiante de la Escuela Preparatoria se había perdido en la profundidad de las tranquilas y gélidas aguas de la famosa laguna. La estación de radio que transmitía desde su centro de actividades, la única XEYV daba los pormenores de la tragedia.
A través de los aparatos de transistores, el pueblo seguía la transmisión que mantenía conmocionada a la comunidad. Por ese medio de comunicación se supo el nombre del infortunado que se llamó Horacio Arroyo Escárcega, de apenas 17 años de edad. Los rescatistas en su mayoría campesinos voluntarios que se incorporaron a la brigada de búsqueda, pasaron toda la tarde sin dar con el cuerpo del bachiller. Unos salían exhaustos y eran reemplazados por otros sin que lograran ubicarlo.
En la noche se cruzaban los reflectores de las lámparas de mano que utilizaban para alumbrar el posible repunte del cadáver. Como un recurso más, se lanzaron platos de peltre con una vela encendida, con la finalidad de señalar el punto donde podían encontrar algún indicio. Amaneció sin novedad que comentar. El Alcalde Antonio Chispán Loyo dio auxilio a la familia y solicitó a su homólogo de Veracruz le enviara a un equipo de buzos apuntalados con una potente lancha para hacer más efectivo el rastreo.
Al tercer día, causando gran expectativa, llegaron los buceadores que de inmediato se movilizaron para enfrentar esta delicada labor. Los curiosos se arremolinaban por los alrededores, para ver el espectáculo, tapándose de los rayos solares con sombrero y las mujeres portando grandes sombrillas. Pasado el tiempo requerido, por fin el esfuerzo dio fruto. Sacaron al cadáver que, por encontrarse enredado entre arbustos y pastizales, no podía salir a la superficie. Esto no amedrentó a los que con audacia siguieron asistiendo a la Laguna maldita. Hasta que la empresa Cafetalera Carabás construyó un edificio y desvió la corriente para desaparecer este centro de recreo natural para chicos y grandes.