Desde Huatusco
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ROBERTO GARCÍA JUSTO.
EL RUISEÑOR.
La noticia de su fallecimiento, conmovió a la sociedad amante de las bellas artes, que incluye el canto, la poesía y la pintura de nuestro país. El día 19 de marzo de 1916, dejó de existir una artista que cautivó a un público conocedor de esta especial expresión, que embelesa y causa profunda y variadas emociones, modifica el estilo de vida por la virtud de unir a las personas con el propósito de disfrutar profundamente, debido a que nace precisamente de la libertad física y espiritual del hombre.
María Manrique De Lara de la Fraga, nació en esta bendita tierra arrullada por el portentoso cerro del Acatepec, el 11 de marzo de 1885. Época en que los pianos se expresaban vivamente en las enormes casonas de la ciudad, siempre cubierta de neblina y el sordo golpeteo del chipi-chipi. Una súbita y rara enfermedad acabó con este fenómeno del canto bello cuando apenas contaba con treinta y un años de edad. Dejando en la orfandad a Rosario, Gloria y Edmundo, sus tres hijos que había procreado con el tenor Edmundo de la Fraga.
Realizó sus estudios artísticos en la Capital de la República Mexicana, bajo la estricta dirección del Maestro Carlos Pizzomi, destacado tenor que radicaba en México, como parte de la compañía de Ópera que dirigía Don Napoleón Seni. Hizo notar su voz que “destacaba por su marcada similitud con el de la flauta, al grado de confundirse. Este don, aunado a sus cualidades relevantes, la ponían a la altura de Ángela Peralta”. Opinaban los críticos de los espectáculos.
Existe en la hemeroteca, mucha información de esta destacada cantante, sólo tomaré la siguiente: “En el mes de marzo de 1912, visitó el Puerto de Veracruz contratada por el empresario Miguel Sigaldi, para actuar en el Teatro Llave, interviniendo en el drama de “Lucía” di Lammermoor” y “Rigoletto”. El teatro estuvo lleno, tanto que no quedó ni un boleto en la taquilla. Su voz lució en todo su esplendor, mereciendo los aplausos del numeroso público. Siendo esta actuación una despedida ya que partió para Nueva York en compañía de su esposo.”
Inolvidables recuerdos dejó por su dulce y límpida voz que subyugaba y atraía cuando interpretaba el difícil rondó, con arrebatadora pasión, en la aristocracia de finales del siglo XIX y principios del XX. Los titulares de los periódicos alababan de buena forma al que denominaron otro: “Ruiseñor mexicano”, “El Cosmos”, publicó: “… se han congregado en homogénea compañía que preside la distinguida cantante veracruzana María M. de la Fraga, quién primero en el Teatro Colón y ahora en el Abreu, ha estado escuchando los aplausos del público que ve en ella ya no a una esperanza, sino una verdadera gloria del teatro nacional.”
Como sucede en todo el mundo, el final llegó como siempre y, en una tumba del panteón español del Distrito Federal duerme el sueño de la inmortalidad, el ave de las cuatrocientas voces, a la que Netzahualcoyotl elogió en sus poemas. Que con sus duces trinos en perfecta coordinación con la Perla de Brasil y la Flauta Mágica, causaron la admiración de los oyentes, conmoviendo profundamente a un auditorio, que advertía lo que sería el punto de partida de la artista.
La tristeza embargaba a Huatusco, el dolor perduraba en la familia. Pero, cuando menos se esperaba, renació la esperanza y volvió a surgir el fuego apagado, con el debut de Rosario, hija de la extinta María de la Fraga. La primera vez que se presentó, lució su cristalina voz, caminó con soltura interpretando “Gilda”. Pasó para actuar en Bellas Artes y desde ese momento recordó a todos, la presencia y el estilo de su madre.