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ROBERTO GARCÍA JUSTO


JUSTINO SARMIENTO


En el lejano septiembre de 1885, apenas un escaso caserío se desparramaba por aquella extendida región que abarca la pacifica ciudad de Tlacotepec de Mejía. A veces hundido en los peldaños de la historia, en otras, reconocido por sus hombres como Justino Sarmiento ilustre mexicano literato que vio la luz por primera vez en esta pintoresca y provinciana localidad. Quizá sea muy poco lo que se conoce de su infancia, las condiciones no se prestaban para ello, sin embargo, su vida la consagró para dejar su obra que nos llena de emociones.


Con el rostro desencajado por las huellas que deja la vida en el campo, eso sí muy serio, tomando en cuenta la responsabilidad de su misión, llegó a la Escuela Normal de Xalapa donde lo recibió el conocimiento que era impartido por grandes maestros rebsamenianos de la pluma y el gis. Dirigida inteligentemente por el Ingeniero Manuel R. Gutiérrez. Ahí, en ese crisol de la Atenas Veracruzana, realizó sus brillantes estudios, que, después de cinco años lo coronaron con el título de profesor de Enseñanza Primaria.

Las circunstancias que acerca la vida entre los hombres, lo puso frente al profesor Edmundo Fentanes, destacado pedagogo y literato, quién de manera definitiva lo convenció para participar con algunos artículos que publicó en El Dictamen. Esto vino a reconfortarlo y con la misma ilusión envió a la Capital donde se editaba Revista de Revistas, los relatos de “Tierras Patagónicas”, “Mi Noche Triste” ya en 1928 “El Hijo del Hombre”.


Por su contenido costumbrista y sabor a tierra que le proporcionó la herramienta necesaria para seguir adelante. Diseñó una novela de exquisito contenido regionalista, en donde reflejó una combinación de los secretos contenidos en el interior de los pueblos y la relación con la naturaleza que los mantiene unidos. “La Perra” que tuvo la libertad de escribir con un estilo natural, como si la comunicación de ideas pudiera hacerse como una expresión escrita.

En una de sus más de doscientas páginas leemos lo siguiente: “Después de andar treinta o cuarenta minutos, nos sentamos a la sombra fría de gigantesco cuapinole, cuyo moreno y resinoso tronco se hincaba a la vera del camino como una garra enorme. Era un sitio fresco, alfombrado de hojarascas. Hasta ahí, desvanecidas llegaban las ondas sonoras de las campanas que, desde el corazón del pueblo, urgían a la misa dominical.


Pasaba mucha gente, lugareños a caballo, cuyas grandes espuelas tintineaban al trote de las bestias. Arrieros que silbaban tras de sus cargadas mulas; carboneros tiznados a la zaga de burritos flacos, pandos al peso de costales repletos del negro combustible. Indios de calzón blanco, tilma y huarache, con el huacal lleno de frutas a la espalda. Seguidos de su india, también encorvada al peso del crío, embuchado atrás, en el rebozo azulenco.

Al otro lado del camino, en espesos matorrales, invadidos de zarzas y cuscutas, gritaban algunos pepes, denunciando nuestra proximidad”.


Este es un ejemplo de la novela mexicana que refleja la imagen del alma de cualquier pueblo de Veracruz. En 1937, a los cincuenta y dos años murió este personaje del que poco hacemos referencia.

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