24/12/2024

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COLUMNA/ Desde Huatusco – Un breve recordatorio

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ROBERTO GARCÍA JUSTO

UN BREVE RECORDATORIO


Año de mil novecientos cuarenta, lo tengo anotado en mi libreta de apuntes relevantes. No le agrego ni le quito ninguna letra, todo prevalece como esta anotado. Ya ni como retroceder las manecillas del reloj para disfrutar de la luz de la esperanza que se reflejaba en el rostro de los habitantes de la región, lugar del conejo y el gato montés, que, como narra la leyenda era la sagrada figura que le daba identidad al entorno. Nadie sabía de donde llegó, pero aseguraban que estaba ahí.

En esa época de grandes calamidades, no era difícil encontrar niños afectados por la gripe, una epidemia que hacía estragos en la población infantil. Las curanderas inventaban mil pócimas para mitigar los males, estos se ensañaban en los cuerpos de los pequeños que padecían de salpullido, semejante a un enjambre de granos en el cuerpo. Las erupciones ocasionaban altas temperaturas hasta cierto punto contagiosas. Las hierbas medicinales auxiliaban a los menesterosos a los que también recetaban ungüentos, pócimas, emplastos, masajes y hasta ventosas.

Las comadronas o parteras asumían la responsabilidad de atender a las parturientas de la ciudad y algunas comunidades, sin importar la hora, sin poner ningún pretexto acudían al encuentro de la nueva vida que retozaba en el vientre de su madre. Su presencia era vital para atender a quién estaba en verdadero peligro y mientras más se apurara el futuro del producto estaba en sus manos. No protestaba si le quedaban a deber por sus servicios, ella era consciente de las necesidades primordiales, por esa razón, a veces le pagaban en abonos o hasta cuando la cosecha rindiera sus frutos. Algunas veces aceptaba cualquier producto del campo por sus invaluables servicios.

Los juegos de los jóvenes consistían en saltar por las veredas, tropezarse con matorrales de hojas que despedían raros olores diferentes al sauco, la lombricilla o la zarza. Mirar con la pupila del ojo los cerros cubiertos de árboles y pasto de un verde tatemado por los rayos de un sol apacible y cauto. Rodar entre las hojas secas de chalahuite, aguacate y guayabo, era una alegría disfrutar de la alfombra tendida en el húmedo suelo preñado admirable ternura, hasta saciar la sed por vivir.

Llegar con el sudor a flor de piel y en la loca carrera quitarse la camisa, el pantalón y el calzoncillo era el reto para zambullirse en la poza de Citlalcuapa, una alberca natural que se ubicaba entre la exuberante vegetación y las rocas que controlaban su remanso. Ahí aprendieron a nadar, bucear, echar clavados y atravesar la poza de muertito, luego en la orilla, amasaban lodo para construir pequeñas fuentecitas donde ponían los peces atrapados en las caudalosas aguas del río. Las peceras naturales duraban varios días, hasta que la crecida del afluente las arrastraba.

En los alrededores llamaba la atención la instalación de varios tanques grandotes para almacenar agua que formaban un conjunto con enormes techados en forma de bodega. Era una curtiduría, es decir, toda la familia se dedicaba a ese trabajo. Desde la llegada de los españoles se instalaron en el lugar y comenzaron a surtir a los talabarteros de toda la región. Era expertos en el repujado del cuero para trazar figuras y adornar bolsas para damas, cinturones de todas las medidas y colores, así como carteras y polainas.

Se dice que los meses dedicados descansar en el campo, eran junio, julio y agosto, por tal motivo la gente comenzó a llamarlos de la “guayaba”, esto significaba la falta de dinero ya que el cultivo del café solo proporcionaba dividendos durante el corte que inicia en octubre y termina en enero.

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