COLUMNA/ Desde Huatusco – El Pocito de Tecoapa
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ROBERTO GARCÍA JUSTO
EL POCITO DE TECOAPA.
Caminante que transitas por el horizonte de esta tierra sinigual, cuando bajes al pocito de Tecoapa, fíjate que en sus alrededores exista un clima agradable, tranquilo y de una belleza exquisita, si lo encuentras así, verás que en la superficie hay un desfile de flores rojas, blancas y moradas. Así es la mansión del no me olvides, se cauto si quieres regresar a tu tierra, no pretendas saciar tu sed, aunque el agua se te antoje. Dile a la diosa que lo protege de los malos elementos, que te deje libre, tus hijos te esperan, ya que en el fondo del corazón tienes vivo su recuerdo.
Desde tiempos remotos nos llena de aflicción el rumor de que se encuentra perdido entre zarzales y maleza, el fresco yacimiento de líquido cristalino que asemeja a las fuentes del Jamapa, que abren sus grietas como destacados cuerpos mostrando sus miserias ante un cielo que se nutre de turquesas. Por lo que en la selva las aves emigrantes cambian su rumbo, hacia donde el festivo cenzontle y la parda golondrina, trasladaran sus nidos a otros bosques donde sus notas las recogerá el viento, en un ambiente de aromática poesía, pero lejos, muy lejos de donde podamos verlas
Usted tiene que juzgar, yo no puedo decir si es verdad lo que me dice un avecindado de esta Ciudad, “yo probé de las aguas del pocito, como una muestra de respeto a los que me llevaron. No presentí males mayores ni me preocupaba lo que se comentaba, pero se me convenció de que, el que la prueba se queda a vivir aquí toda la vida. Por eso, o por otras razones, llegué con la ilusión de trabajar, hacerme de amigos y conseguir un patrimonio firme y seguro. Todo lo he logrado, gracias a no se quién, pero de que la probé ni duda cabe.
No estoy seguro si por causa de la falta de comunicación o aquellas tardes en que la paz y la tranquilidad me amarraban en una silla que sacaba y la colocaba en la puerta de la casa, para sentarme cómodo. Entre subir y bajar de la gente que arrastraba el huarache o la chancla, unos iban a misa al templo de San Antonio, otros muy cambiaditos se encaminaban al parque Zaragoza, seguros que ahí habría al menos algo que observar o alguna golosina que comer.
Me entretenía leyendo el viejo periódico que repartía un hombrecillo con cara picada de la viruela, apenas si podía hacer cuentas, pero le pagaba lo que religiosamente valía el ejemplar. Llegaba con varios días de atraso, no había reclamo porque tenía que ser embarcado en la ciudad de México, luego de Córdoba, en el “Huatusquito” lo trasladaban a Coscomatepec. Para que los arrieros lo subieran a las mulas, burros o caballos y en cuatro horas ponerlo al alcance de la comunidad.
Para darle punto final a esta sorpresiva conversación, bien recuerdo que, por esa época de suspiros y nostalgias, -explicó nuestro informante- llegó a establecerse, procedente de la capital del Estado Veracruzano, el señor Juan Torres Alanís. Por su boca supimos que se enamoró de las maravillas de esta comunidad, por su espíritu progresista. En un modesto local ubicado frente al Parque Zaragoza junto al lugar donde funcionaban dos restaurantes, puso su negocio para componer relojes y arreglar cadenas, anillos, pulseras y esclavas.
Por su carácter puntual y servicial con la clientela, parlanchín y alegre con la gente que se le acercaba, pronto hizo amistad con todos los parroquianos de los distintos niveles sociales. Su forma de hablar y el tono de su voz eran especiales, deformaba y componía las palabras a su antojo. Con ese caudal de simpatía, se autonombró “el mecánico”. Un sobrenombre que a todos les gustó porque sin duda se lo cambiaron por el de relojero. Y desde entonces lo conocieron como el señor mecánico.
Han pasado tantos años y aún prevalecen los recuerdos de una comunidad bastante especial y con un espíritu de convivencia capaz de cambiar la costumbre y modo de comportarse a los que tienen la fortuna de pisar estas tierras. Esa es la historia y esos los comentarios.