Desde Huatusco
3 minutos de lecturaROBERTO GARCÍA JUSTO.
MI ALAMEDA CHICUELLAR.
Prendida en un mar de comentarios, la sociedad dueña de su entorno, cruza la mirada altiva y proyecta lo que son sus justas ideas. No desdeñemos la opinión de los demás, porque forman parte de un conglomerado que se ha conservado desde que la memoria se hizo patente. Por eso vamos a introducirnos en el mundo narrativo de una persona que consideramos de grandes y justos valores. La profesora Angelina Sedas Acosta nos relata lo que sus ojos grabaron hace ya muchos años.
“Mi abuelo me llevaba a la Alameda continuamente, ¡que elevado y fuertes me parecían los árboles cuyas hojas caducas al igual que el liquidámbar varían de color según la estación del año. Que grandes y espaciosas las bancas, cuya solidez ha soportado la intemperie, los juegos de los chicos, la amenaza de los adultos. A cambio, ellas con su muda presencia han sido testigo del latir del pueblo entre idilios y tragedias, entre juegos y festines.
Los frondosos encinos eran el deleite de todos, los verdes frutos eran el sustento de las ardillas que sin importarles nuestra presencia subían y bajaban por el follaje. Los frutos secos caían al suelo, inapreciables tesoros que recogíamos para transformarlos en juguetes. Los arbolitos de trueno que rodeaban a la glorieta, recreaban nuestras hazañas proveyendo armas e instrumentos para realizarlos con sus ramas sus varas y su follaje.
Inolvidables los verdes prados donde, además de recoger hermosas florecitas y fresas, eran el solaz de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu, sentados sobre su alfombra, mi abuelo y yo veíamos pasar las mariposas, las libélulas, los abejorros, agarrando con suma paciencia los grillos para hacerlos volar hacia el espacio. Desde pequeña disfruté en su compañía ese extraordinario espacio.
Dos frondosos nogales nos daban la bienvenida al llegar por la avenida dos, al terminar el verano, ellos soltaban abundantes frutos. Recoger y quebrar los duros pericarpios para saborear la nuez más aprisionada en su interior, era toda una epopeya, había que ser fuerte y diestro y lo más importante, valiente para afrontar las consecuencias. La pulpa de la nuez soltaba un jugo negro y penetrante que mancha las manos y la ropa. Varias veces recibí varazos y castigo por el gusto de volver a disfrutarlas, la aventura era más fuerte que el castigo.
En la Alameda corrí, salté, escalé árboles, recogí flores y frutos, gocé acariciando mis mascotas y compartí momentos inolvidables al lado de mi adorable abuelo adoptivo. Frente a la Alameda había un espacio amplio y descubierto, en el centro construyeron un corral circular y atrás rodeándolo había un semicírculo de vigas que ensambladas formaban el graderío. Le llamaban plaza de toros.”
Quizá muchos huatusqueños compartan la visión de la maestra, ya que ella con mucha sensibilidad recurre a los recuerdos que durante su infancia vivió. Completamente ligada a los espacios recreativos construidos por el hombre para dejar constancia de su presencia en el mundo. Ellos se fueron, pero los recordamos por lo que dejaron y que lo aprovecharán los que nos siguen en esta permanente lucha por la conservación de la especie. Lo lamentable es que, en estos momentos permanece cerrada para la población acostumbrada al deporte y los juegos para niños. Cuatro meses y no se advierte su apertura, ojalá llegue pronto para que la tradición siga su curso.