Desde Huatusco
3 minutos de lecturaROBERTO GARCIA JUSTO.
EL POCITO DE TECOAPA.
Allá por el año de 1940, llegó a estas tierras un personaje que traía una misión encomendada por el Gobierno Federal. Atraído por la fama que tenía Huatusco de ser una Ciudad llena de tradiciones y costumbres heredada por sus antepasados. Y además el trato amable de la gente que lo recibió con muestras de respeto, por lo cual tuvo la acertada decisión de quedarse a vivir aquí por el resto de su existencia. Pero, dejemos que este anónimo personaje narre esta historia tal y como la fue observando.
Como la mayoría de los mexicanos, quise divertirme conociendo la provincia, trabajaba para una institución gubernamental, pero conocí este lugar y nunca más regresé a mi centro de labores. Me apasionaron las interminables tardes de esos largos domingos en que la paz y el sosiego me ataban a la puerta de mi casa. Sacaba una silla y el último periódico fechado unos tres días antes. Entre lectura y lectura, alzaba la vista para mirar a las gentes que arrastrando el huarache o la chancla se encaminaba hacia el Parque a su misa semanal.
En ese tiempo, por falta de comunicación, cuando alguien quería trasladarse a otras poblaciones, se le hacía cuesta arriba. Si de verdad era necesario, bien podía uno buscar a los propietarios de los “fotingos”, como se les decía a los primeros autos que prestaban el servicio a la estación del ferrocarril Mexicano de Camarón. A los choferes se les conocía por el sobrenombre, “El satanás”, “El Tlacuache”, “El gorgojo”, “El media luz”, “El chanti”, “El chucho”, “El Filippo”, “El lolinche” y “El mode”.
Después de un largo regateo, se convenía el día, la hora y el precio, pero la mayoría de las veces se posponía, ya fuera por la lluvia que descomponía el camino, o porque no se completaba el cupo o simplemente porque el conductor había amanecido crudo. Cuando esto sucedía, se tenía que recurrir con don Diego Carreón que era uno de los arrieros más serio, formal y de muy buen carácter, su aspecto daba un parecido a los artistas charros del cine nuestro.
Este hombre poseía una recua de mulas para el transporte. Solo que para que le proporcionara una buena cabalgadura, era menester rogarle, de lo contrario lo montaba en un flaco jamelgo cargado de años. Podía darse el lujo de comprar un boleto para el avión del lunes y así viajar a Córdoba. Pero antes tenía que hablar por teléfono en el changarro de doña Elenita Castillo para avisar a los familiares que viajaría por aire. Esto era necesario porque había un alto grado de probabilidades de que ocurriera un accidente
Si en automóvil lo normal era quedarse atascado a la mitad del camino, en acémila llegar desquebrajado, en avión probablemente perder la vida. Cuando se suspendía el viaje por cualquier motivo, era agradable entablar una plática con el boticario Hernández, ir de paseo a la Alameda o de plano meterse a la cantina del “Chato Solís” para ponerse al tanto de las noticias y chismes, dado que como estamos en un pueblo chico casi nunca suceden cosas relevantes que comentar.
Hasta este momento no he pensado seriamente porque me quedé aquí, cuando recién llegado no había un día de la semana que me invitaran a comer. Empecé a negarme muy discretamente para que no se sintieran, debido a que me enfermaba seguido por tanto tlatonile que me ofrecían. Esto no quisiera afirmarlo, pero me dijeron los que conocen del caso, que quién toma agua del pocito de Tecoapa ya nunca deja estas tierras.
Y el resultado aquí lo tiene, aunque un poco menos aburrido, les advierto que no beban de ese líquido transparente que brota abajo de una enorme roca, él chorrito se asemeja al órgano reproductor de la mujer cuando hace sus primeras necesidades, a no ser que quieran radicar definitivamente en este lugar.